Aquellas tardes de bocadillo de chorizo asturiano

Hoy os contamos la historia de Manolín, aquel niño feliz que, mientras merendaba, soñaba con la Navidad y con trenes de juguete. Sabrás cómo hizo felices a los demás, hasta que un ‘mal sueño’ le robó la memoria y su característico brillo en la mirada….

Un enorme estruendo despertó a Manuel de la siesta. Un pesado jarrón había caído de la estantería sobre una de las viejas locomotoras de juguete que guardaba con mimo. Todas, relucientes, ordenadas y seguidas de sus vagones, estaban montadas sobre la enorme maqueta que ocupaba el espacio central del salón. El golpe había hecho añicos la máquina de vapor, una de sus piezas más preciadas, y de paso había roto aquel brillo en la mirada que le caracterizaba. Manuel no recordaba nada de su pasado. Ya casi no sabía ni quién era, ni cómo se llamaba, ni de dónde era. Pero sabía que aquellos trenes eran su gran tesoro. Por eso, sus ojos se encendieron de rabia y empezó a llorar como un chaval, como aquel niño que fue.

Manolín le llamaban en casa. “Manolín, ven a merendar”, insistía su madre, mientras él, ensimismado, se pasaba las tardes de otoño soñando con la próxima Navidad y en qué iba a pedirle a los Reyes Magos. En realidad, no tenía que pensar mucho. Siempre, en su carta, escribía lo mismo: una máquina de tren, un vagón, un jefe de estación con su silbato o más vías para ampliar la maqueta. Todo empezó cuando, una Navidad, la primera Navidad, los Reyes le trajeron una réplica de una antigua máquina de vapor: metálica, brillante, preciosa. Tras abrir el regalo, en un gesto de incredulidad, empezó a acariciarla sin parar, como si de dentro fuera a salir un genio como el de Aladino. Aquel regalo era digno de un príncipe y no del hijo de un humilde revisor como él. Luego, llegaron más Navidades y, con ellas, más vagones y piezas. Y no sólo eso. Cada duro que ahorraba tenía un destino fijo: aumentar su colección ferroviaria.

Para Manolín, el mejor momento del día era la hora de la merienda, cuando comía su bocadillo de chorizo de la tierra, chorizo asturiano. Y mientras lo masticaba con deleite, con aquel brillo en su mirada que le caracterizaba, soñaba con su siguiente adquisición. Nada le distraía de su bocadillo ni de sus pensamientos. Por supuesto estamos hablando de hace muchos años, cuando no había televisión, ni móviles, ni ordenadores, y los niños no tenían muchos juguetes para entretenerse. El tren de juguete, en el caso del afortunado Manolín, algunos tebeos, un viejo balón remendado, unos mecanos, una cuerda y poco más.

Pasaron los años y Manolín se convirtió en Manolo, un joven cuyo mayor deseo era convertirse en maquinista de tren. Pero tenía problemas de visión, según su madre porque se había “dejado los ojos arreglando aquellas viejas locomotoras”, y no pudo entrar en ninguna de las compañías ferroviarias. Sus sueños se truncaron cuando se lo comunicaron y, con ellos, se rompió aquel brillo en la mirada que le caracterizaba.

Pero su futuro se recompuso enseguida. O se lo recompusieron en casa. Trabajaría con su madre en la tienda de ultramarinos que regentaba. Al principio iba de mala gana. Más tarde, se lo tomó con resignación. Hasta que un día entraron unos chavales de un colegio cercano a comprar algo para almorzar en el recreo. Se le ocurrió ofrecerles un bocadillo de aquel chorizo asturiano que él siempre tomaba para merendar. Cuando vio la cara de satisfacción de los críos, sus ojos se volvieron a iluminar.

Y ya no se apagaron. Porque con aquellos niños satisfechos que gritaban a los cuatro vientos lo rico que estaba aquel chorizo, llegaron otros, y otros, y… Un día se le ocurrió una gran idea. Porque Manolo no era muy inteligente ni bueno para los estudios, o eso le habían dicho siempre sus mayores hasta convencerlo. Sin embargo, era muy ingenioso. Y esa gran idea fue instalar su maqueta, su querida maqueta de tren, en la tienda. Eligió un lugar donde todos los niños pudieran verla. Los que venían a comprar la merienda en el recreo y los que acudían con sus mamás a hacer la compra. Luego vinieron muchos con sus papás, otros tantos aficionados al modelismo y hasta algunos procedentes de otras localidades de la provincia. Porque la noticia corrió como la pólvora. Y todos acudían a ver el tren y, por supuesto, a comprar chorizo, salchichón, morcilla, sabadiego de Noreña y las mil deliciosas viandas y embutidos asturianos que allí vendían. Tal fue el éxito de la idea -y del negocio-, que la familia de Manolo decidió cambiar el nombre de la tienda. La vieja ‘Ultramarinos Mina’ ahora sería ‘La Ferroviaria’.

Y así se fueron pasando los años de Manolo, siempre feliz y satisfecho, como cuando soñaba con las siguientes Navidades mientras comía su bocadillo de chorizo. Y se le pasó la vida, siempre con aquel brillo en la mirada que le caracterizaba. Hasta que un día el doctor, su doctor de siempre, le dijo que tenía una terrible enfermedad que, con el tiempo, le haría olvidar todos sus recuerdos, todo su pasado. Todo, hasta su nombre. Con lo que a él le gustaba recordar, soñar, tener ideas brillantes, tan brillantes como su mirada. ¿Qué iba a hacer?

Como no tenía hijos, traspasó la tienda. Lo consiguió sin mucho esfuerzo. La Ferroviaria se había ganado una merecida fama y el nuevo propietario lo iba a tener fácil para seguir con el negocio. Manuel sólo le puso una condición: quedarse con el tren. Con lágrimas en los ojos, aquellos ojos brillantes ahora apagados, empaquetó vagones, catenarias, vías e ilusiones. Y se los llevó a casa para montar la maqueta antes de que el pronóstico médico se cumpliera.

Y se fueron pasando los días al tiempo que se fue apagando su memoria y ese brillo en la mirada que le caracterizaba. El tren era lo único que le unía a su pasado, un lazo que se fue desgastando hasta romperse. Llegó un momento en el que el viejo tren ya no le decía nada, no despertaba en él ninguna emoción. Pero cuando el jarrón se cayó sobre su vieja máquina de vapor haciéndola añicos, sintió rabia. Y se puso a llorar como un niño. Como en un destello, recordó aquellas tardes, aquella ilusión infantil por la Navidad. Por un instante, aquella mirada recobró su brillo y se acordó de quién era: Manuel, Manolo, Manolín. Y se preparó un bocadillo de chorizo asturiano y, mientras lo comía con deleite, se sintió de nuevo feliz.